Hace cinco años andaba yo metida de lleno en una novela sobre una escritora que durante la Segunda Guerra Mundial había trabajado en Bletchley Park, el cuartel general de la inteligencia británica.
El 24 de diciembre de 1940 se temía el peor ataque de la aviación alemana como regalo sorpresa de Navidad. Así que la imaginé pasando la Nochebuena bajo una alarma antiaérea refugiada en el metro de Londres. Los andenes estaban atestados de familias enteras con críos, cargadas con mantas, cestas de picnic, máscaras antigás y gorros de Papá Noel. Más o menos como deben de hallarse a día de hoy las estaciones subterráneas de Kiev o Járkov. Yo iba siguiéndole la pista, como acostumbramos a hacer los escritores. Era una mujer muy joven que bajó a toda velocidad las escaleras del metro en la estación de Picadilly. La encontré junto a un grupo de chicas que probablemente trabajaba en la misma oficina. Estuve observándolas de cerca mientras se intercambiaban los regalos: una pastilla de jabón de lavanda dentro de un saquito cosido a mano, una edición en rústica bastante manoseada del libro de poemas The Waste Land, de T.S. Eliot, unos mitones de lana, y cosas así. Regalar bien es un arte que hemos perdido, como la alegría de estar vivos.
Me acordé de esa escena por una razón concreta. A principios de semana me habían telefoneado de Harper’s Bazaar, preguntándome si podría escribir un relato para el número de Navidad. Mi primera reacción fue decir que no. Pero la mujer era simpática y persuasiva, total que acabé aceptando el encargo. Nada más colgar me di cuenta del error, claro. La Navidad era una trampa saducea de la que no había manera de salir viva. Por un lado tenía ese regusto dulzón y sensiblero a tope, en el que por nada del mundo querría caer. Pero por otro, era absolutamente imposible escribir de la Navidad y no ponerse un poco sentimental si no quería traicionar a la niña que fui. No había escapatoria.
Algunas personas más o menos descreídas, entre las que me encuentro, tenemos un punto débil, una zona franca donde todas las contradicciones están permitidas. La mía es la Navidad. Y ya está. Colecciono recuerdos navideños, viejas polaroids con los belenes de mi infancia: el río hecho con papel de plata de las tabletas de chocolate, el musgo que íbamos a recoger a un pinar cercano, el serrín que nos regalaban en la carpintería Hermanos Vila, y las luces que comprábamos en las galerías de Telefónica, donde sonaba todo el rato El tamborilero, de Raphael. Vivía en una casa llena de niños y todos queríamos colocar a la vez a los Reyes Magos llegando al portal y a los pastores alrededor de una fogata y a las lavanderas y a los soldados del castillo de Herodes. Y claro… pasó lo que tenía que pasar: al camello de Melchor se le rompió una pata. Fue la primera baja. Con el tiempo el belén se fue poblando de pajes mancos, bueyes sin orejas, camellos cojos, ovejas perdidas y ángeles tocados del ala. Seres maravillosos y descalabrados como los de la vida real.
Así que me puse a escribir de eso. Estuve tecleando en el ordenador hasta que se me hizo tarde y tuve que salir pitando a comprar unos canapés, el recurso de última hora para las cenas improvisadas con amigos al que solemos acogernos las personas que vivimos a salto de mata. En la tienda de delicatesen del barrio, delante de mí había un hombre alto, de edad indefinida, pasados de largo los sesenta, algunas canas, chaqueta de pana un poco gastada, de color tabaco, que es mi color favorito para las americanas de hombre. Pidió solo tres cosas. Queso brie, salmón noruego y una botella de Burdeos. Me fijé que llevaba en la mano una bolsa de floristería por la que asomaba una orquídea. También me fijé que caminaba un poco escorado, cojeando levemente como el camello de Melchor. El resto lo imaginé. La mesa con el mantel blanco de hilo, los cubiertos, las dos copas de cristal. Pensé con envidia que no podía haber en el mundo un menú navideño más exquisito para cenar con un antiguo amor reencontrado al cabo de los años, sin obligaciones ni demasiado tiempo por delante.
Entonces me di cuenta de que las mejores historias de Navidad –las de Dickens, las de Frank Capra, las de Paul Auster– no son otra cosa que deseos iluminados por dentro, cuentos de hadas para adultos que siguen soñando como niños.
Y quizá sea eso justamente lo que deben ser.
COORDINACIÓN: ALBERTO PINTEÑO. AGRADECIMIENTOS A LA EDITORIAL PLANETA Y A FÁTIMA SANTANA, LAURA FRANCH, ISABEL SANTOS Y LAURA VERDURA.
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