EL PLAN DE ISMAEL SALIÓ A LA PERFECCIÓN. Su amiga Natalia le había recomendado beber cuatro vasos de agua antes de dormir, así la pequeña vejiga funcionaría como un reloj natural y lo despertaría de madrugada. Nadie podía escucharlo salir de su cama, atravesar el piso superior y bajar al salón. Allí estaba el viejo árbol de plástico verde y el portal de Belén que la abuela Inés había heredado de su madre. Y, si todo salía como Ismael tenía previsto, los Reyes Magos aún no deberían haber llegado a su calle y él podría esconderse bajo la mesa camilla para esperarlos… A ellos y al pequeño Gabriel.
Gabriel era un héroe para todos los niños de Laguna, el pueblo de la sierra gaditana donde Ismael vivía. Natalia les había contado en el patio del colegio a él y a sus amigos, Raúl y el Zapata, que Gabriel se había despertado la noche de Reyes de hacía dos años y había bajado a la salita para verlos llegar. Quería acariciar él mismo la cabeza de alguno de los camellos y darles de comer de su mano. Natalia aseguraba que, según le habían contado sus abuelos, Gabriel esperó pacientemente hasta que oyó como la puerta de la casa se abría y vio las sombras de tres hombres coronados que portaban tres sacos de arpillera…
Nadie volvió a ver al pequeño Gabriel en Laguna.
La versión de los abuelos de Natalia era muy parecida a la que la madre de Ismael le contó cuando este preguntó si era verdad. Gabriel había conseguido ver a los Reyes en persona y estos le habían preguntado si quería viajar con ellos por todo el planeta, ayudando con la recepción de cartas y vigilando, a través del espejo mágico que ellos tenían, qué niños se merecían los mejores regalos y quiénes los trozos más grandes y oscuros de carbón. El pequeño dejó una nota escrita a sus padres, Lucía y Pedro, y les aseguró que cada Navidad los visitaría y los abrazaría durante la noche, dejando que soplaran la arena de Oriente de sus ojos y sus pecas. Solo tendrían un día para estar juntos pero, a cambio, Gabriel nunca envejecería y, al igual que Peter Pan, su sonrisa y sus ojos siempre serían los mismos. Incluso sin los dos dientes que le faltaban y que ya nunca crecerían porque a donde iba a vivir con los tres Reyes no le harían falta.
Ismael bajó las escaleras y aguantó la respiración al oír un ruido. A pesar de que sentía la vejiga a punto de explotar, se quedó quieto en el último peldaño. Porque, agachado junto al árbol, vio que había alguien encorvado y bebiéndose uno de los vasos de leche que él y su tía habían dejado para los Reyes. Ismael acostumbró sus ojos a la oscuridad de la casa, apenas rota por las luces tintineantes del árbol de Navidad, y reconoció en la persona agachada el rojo caoba del pelo cortado a la moda.
—¿Mamá?
Cati se giró y apenas le dio tiempo a limpiarse la boca. Sonrió a su hijo, al que había parido cuando apenas tenía diecisiete años, y sus labios se abrieron para dar las buenas noches. La vejiga de Ismael se olvidó de que tenía una urgencia y el niño se acercó para preguntarle a su madre por qué se bebía ella la leche destinada a un mago.
—Se han dejado este poquito, tendrían prisa.
Ismael rumió la contestación, lo más rápido que sus siete años le permitían. Miró el plato que él mismo había dejado junto al portal de Belén con un trozo de chocolate blanco y otro de turrón blando, los dulces preferidos de Gabriel cuando iba a clase con él. En el plato ya solo había migajas y la ilusión desbordó sus ojos verdes.
—¿Ha venido Gabriel?
Cati tardó unos segundos en responder, la mentira piadosa oculta en sus ojos de madre. Recordó la primera vez que vio a Gabriel sin pelo paseando de la mano de su madre en la plaza de Laguna, la sonrisa esperanzadora en su cara redondita desprovista de los rizos rubios que había heredado del padre. Y el abrazo que le dio Lucía cuando fue a visitarlos al viejo hospital de la sierra, la tristeza pasando de una a otra como solo una madre puede entender el dolor de la pérdida. Más cuando ocurre el día de Reyes y los regalos se sustituyen por lágrimas, tan saladas e incontables que podrían llenar un océano.
—Claro que ha venido, volando.
Ismael sonrió y abrazó a su madre. Ella dejó que su nariz se perdiera en el pelo de su hijo y aspirara el olor del amor y la vida. Permanecieron un largo rato así, hasta que el niño miró hacia la puerta abierta del patio y sonrió…
Una pequeña sombra se desplazaba volando hacia la siguiente casa. Y una risa infantil se mecía en el viento de la sierra.
COORDINACIÓN: ALBERTO PINTEÑO. AGRADECIMIENTOS A LA EDITORIAL PLANETA Y A FÁTIMA SANTANA, LAURA FRANCH, ISABEL SANTOS Y LAURA VERDURA.
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