MAMÁ CREÍA EN LA NAVIDAD. También creía en el agua. En mis primeros recuerdos, mamá le dice a papá que no entiende qué le molesta de que la gente se esfuerce una vez al año en ser buena. Él contestaba que era hipócrita. Para ella, ese esfuerzo era milagroso.
En cuanto al agua, veía en ella algo antiguo que nos vinculaba al primer signo de vida sobre el planeta, podía escucharlo como un villancico, una canción popular que resonaba rítmica en su corazón. Por esa época, mamá ya había abandonado las piscinas por el buceo en mar abierto. La casa en la que vivíamos estaba tan cerca del océano que habríamos podido saltar dentro desde la ventana del salón cuando había marea alta, y mis padres la eligieron por la mirada que a ella se le ponía cuando el más allá de la línea del horizonte parecía llamarla.
Teníamos un árbol de Navidad mucho antes de que se llevase. El resto del año, el arbolito vivía en una maceta en el patio, pero el mes de diciembre presidía nuestro salón, engalanado con espumillones azules, cadenetas de perlas falsas, cintas que se movían como olas y colgantes en forma de pez. Mamá convertía la Navidad en un recordatorio de lo que nos esperaba entre las algas, los corales y los cangrejos ermitaño. Se trenzaba el pelo con cintas y caracolas y nos pintaba la cara a imitación de escamas. Papá y ella bailaban descalzos, abrazados como se abrazan los que se entienden en silencio, y las gemelas y yo bebíamos un ponche falso en el que flotaban icebergs que nos chocaban en la nariz. A día de hoy, recuerdo mi infancia sumergida en una constante celebración, colmada de burbujas y salitre; una perpetua Navidad azul.
Luego llegó el cáncer. Mis hermanas no se enteraron y yo un poco a medias, porque no entendía la preocupación si un signo del zodíaco, como bien decía papá, era una tontería supersticiosa que no podía hacer daño. Pero incluso si los signos del zodíaco eran capaces de herir, uno con forma de cangrejo jamás heriría a mamá. Ella los cogía para que los reconociésemos por sus nombres, pero siempre los regresaba al agua. Los cangrejos debían tenerlo en cuenta.
En cualquier caso, mamá pasaba mucho tiempo fuera y se demacraba, papá parecía perdido y la abuela se vino a vivir a casa para poner orden. A la madre de mamá apenas la conocía, porque no se llevaban bien, pero me sorprendieron sus ojos tan azules y su pelo tan blanco y tan largo, anudado en cadenetas terminadas en conchas. Olía a sal la abuela, y a su paso se movían las cortinas. Una vez la oí murmurar que su hija se estaba muriendo por su culpa, y fue así que supe que mamá se moría.
Nos la trajeron un cinco de diciembre, flaquísima, y le acomodamos una cama junto a la ventana del salón. Papá, las gemelas, la abuela y yo colocamos el árbol con sus colgantes azules, hicimos ponche falso y bailamos descalzos mientras mamá, con mucho esfuerzo, se reía y cantaba villancicos raros. En las Navidades no creía mucho, pero deseé que la bondad de una vez al año operase su milagro, y que el cangrejo del zodíaco soltase a mamá como ella hacía con los marinos. El veintitrés de diciembre comenzó.
El cuerpo de mamá respiraba como si no reconociese el oxígeno, y aquella mañana empezó a cubrirse de sal. La abuela miraba el proceso con un temor antiguo que no le permitía ni hablar. Papá, por el contrario, quiso detenerlo con todo lo que encontró, pero no había solución posible: el cascarón avanzaba y se endurecía, y no se podía hacer nada por quebrarlo. Para Nochebuena, solo la cara verdosa de mamá estaba al aire. Papá suspiró, besó sus labios y le dijo que siempre la querría. Los ojos de mamá se abrieron entonces una última vez con amor silencioso, antes de desaparecer bajo una áspera máscara salada.
Papá nos mandó a la cama y le oí hablar con la abuela sobre leyendas antiguas de marineros. Sé que dejaron abierta la ventana a pesar del frío.
La mañana de Navidad, fui la primera en despertarme, por eso fui la única que pilló a mamá en la ventana valorando la distancia hasta el agua. Su cuerpo era iridiscente, escamado, y terminaba en unas aletas de color de aguamarina. Me miró un segundo con aquellos ojos ya preparados para otro contexto, y me sonrió antes de saltar. Fue la última vez que la vi, y después en el colegio nadie me creyó cuando conté que venía de una familia de sirenas. Sin embargo, admiraban cada enero los colgantes de caracolas y perlas que habían aparecido bajo el arbolito la mañana del veinticinco, cuando papá dejaba la ventana abierta por Nochebuena.
MARÍA ZARAGOZA es narradora y guionista. Su última novela, Labiblioteca de fuego, ha recibido el Premio Azorín 2022.
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