"No puedo decir nada malo de Londres, porque Londres siempre ha sido buena conmigo. La primera vez que la visité fue tardísimo, en 2011, y fue con mi padre".
No creo ser gafe, pero tengo malas experiencias con casi todas las capitales del mundo. En París, ciudad del amor, corté con la novia con la que viajaba y en Tokio estuve incomunicado 10 días después de que mi compañía me asegurara que mi no-tan-smartphone funcionaría. La pasada primavera me robaron mi mejor abrigo en Milán y en otoño olvidé un esmoquin en la sala business del aeropuerto de Pekín. En Berlín, por poco me parto la cabeza al resbalar y caer a plomo sobre la calle helada, y la primera postal que siempre me viene a la cabeza de Nueva York es aquella vez en la que me colé en una misa góspel que en realidad era una secta.
Pero no puedo decir nada malo de Londres, porque Londres siempre ha sido buena conmigo. La primera vez que la visité fue tardísimo, en 2011, y fue con mi padre. Me gustó patear Notting Hill mientras él probaba bocados en cada puesto callejero con la alegría de un niño pequeño y asombrarnos frente al Big Ben paseando bajo la lluvia; también, cenar en la hamburguesería Byron varias veces cuando poca gente la conocía, inspeccionar el Museo de Historia Natural hasta el último detalle y posar bajo un arco de la abadía de Westminster. Creo que aquella fue nuestra última foto.
No le pido más a un sitio que evocarlo y sonreír. Por eso me cuesta mucho relacionar este Especial British que tiene entre manos con el brexit y toda la crispación asociada que arrojan las páginas de Internacional del periódico. Prefiero quedarme con aquella foto y con otra de una de las últimas veces que estuve en la ciudad. Me voló hasta allí la marca Hackett, a cuyo fundador fui a entrevistar. Una charla de por sí interesante, pero revestida con el glamour de alojarme en el hotel The Savoy, donde los desayunos son más que imperiales, qué decir de sus cócteles.
Quien lo ubique en su cabeza sabrá que Covent Garden se encuentra a tiro de piedra. Aquel era el lugar donde se celebrarían los BAFTA de 2015 que coronarían al “renacido” Leonardo DiCaprio, gala a la que me invitaron y en la que incluso recorrí la alfombra roja a la vez que Bryan Cranston, Matt Smith o Taron Egerton. Yo iba perfectamente afeitado, pues un barbero tradicional me había puesto a punto para estar a la altura de mi black tie, y recuerdo reírme en alto desde mi anfiteatro con alguno de los chistes de Stephen Fry que no hicieron gracia a nadie más. Dudé si era el único que pillaba el humor inglés o si todos los ingleses de mi alrededor consideraban que la mayor elegancia tiene que ver con un profundo hieratismo.
Después de un palmarés meticulosamente recogido en Wikipedia, nos metieron en autobuses rumbo al hotel The Dorchester, fin de fiesta de las últimas ediciones, y tras la opípara cena me moví entre las mesas en busca de Aaron Sorkin —nominado por el guion de ‘Jobs’— para explicarle que todo lo que hace es bueno y está bien. Por el camino me tropecé con Cate Blanchett, Matt Damon, Idris Elba u Olga Kurylenko, todo muy humano e inhumano a la vez, pero ni rastro del guionista. Me quedé helado y expectante cuando llegué a la altura de la animada charla entre DiCaprio y Alejandro González Iñárritu. El mexicano acababa de soltar a Domhnall Gleeson, mi actor favorito en el mundo. Y ahí acabó la ruta.
Es difícil verme acercándome a un famoso en términos de fan —pues después de entrevistar a Monica Bellucci a comienzos de esta década mi mitomanía quedó tan satisfecha que se me curó—, pero aquel 8 de enero de 2015 fue la última vez que pequé. Junté algo de valor y esperé a que Glesson se quedara solo, le dije que un mes antes de ver ‘Una cuestión de tiempo’ había perdido a mi padre y que su película me había ayudado. Sin mediar palabra, me abrazó con los ojos empañados mientras yo sentí una catarsis enorme debida a esa bondad de los desconocidos en la que decía confiar Blanche DuBois en ‘Un tranvía llamado deseo’.
Mientras volvía al hotel de la única ciudad de la que no guardo un mal recuerdo y sí dos de los mejores de mi vida, reparé en que es precisamente por cosas como mi tímida aproximación por las que los actores —muchas veces protagonistas de nuestras páginas—, lejos de vivir en una burbuja, sienten, lloran, ríen y muestran gratitud como nosotros; así que, que ‘Dios salve a la reina’, a este número que huele a té y pastas y al gran, gran Domhnall Gleeson.
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