Marin Karmitz, el empresario que convirtió los cines de versión original en un negocio rentable

Marin Karmitz, el empresario que convirtió los cines de versión original en un negocio rentable

Amigo, colaborador y en más de una ocasión salvavidas financiero de directores como Jean-Luc Godard y Agnès Varda,Marin Karmitz (Bucarest, 1938) debería ocupar en la historia del cine algo más que una nota a pie de página. Hombre menudo y de mirada curiosa, fue el responsable de las mejores películas de Claude Chabrol y de Tres colores, la trilogía de Krzysztoz Kieslowski, pero también uno de los primeros productores globales de cine de autor. Francés de adopción, ha producido al iraní Abbas Kiarostami, al griego Theo Angelopooulos, al coreano Hong Sang-Soo y al canadiense Xavier Dolan. Desde hace más de cuatro décadas ha reconocido el talento y lo ha avalado con la compañía que lleva sus iniciales, mk2. Lo que empezó siendo una productora pequeña y más tarde una distribuidora cinematográfica, se convirtió después en la cadena de salas en versión original por excelencia de Francia. Karmitz, empujado por la necesidad y con una fe absoluta en los principios del mayo del 68, inventó el modelo de exhibición que luego han imitado en todo el mundo. Con una presencia hegemónica en París, donde tiene alrededor de un centenar de pantallas, y una decena de multicines repartidos por el sur de España, desembarca ahora también en el centro de la capital. Lo hace en un lugar emblemático y muy ligado a la cultura gala, el Institut Français. Minutos antes de inaugurar esta sala, Vanity Fair tuvo la ocasión de conversar con el hombre que convirtió el cine de autor en un negocio rentable.

Usted ha producido películas prácticamente en todos los idiomas, también castellano, pero sólo habla francés.
He disfrutado haciendo películas por todo el mundo, de Irán a México, Rusia o EE UU, sin hablar ni siquiera inglés. ¿Cómo? Porque adoro a los traductores. Ellos me dan la oportunidad de reflexionar antes de hablar, no se produce una comunicación tan inmediata, sino que es todo más reposado. Con Krzysztow Kieslowski hice varias películas, siempre con intérprete polaco-francés. Había veces, viajando por todo el mundo para ir a festivales y estrenos, que nos quedábamos los dos solos. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que al beber whiskey daba igual que él me hablara en inglés y yo a él en francés: nos entendíamos perfectamente.

¿Con cuantos vasos de whiskey llegaban a un total entendimiento?
Algunos, no le voy a decir que no. No teníamos una marca favorita, aunque yo soy un poco tiquismiquis con las bebidas. Kieslowski, como la mayoría de los polacos que conozco, se bebía cualquier cosa.

¿Cuándo se dio cuenta de que la única manera de que se vieran ciertas películas era abriendo salas de cine?
Muy pronto. Había dirigido ya algunas películas cuando en 1972 estrené Coup por coup, un filme muy político que causó un gran escándalo entre la patronal y los sindicatos por cómo reflejaba la realidad laboral de la época. Al distribuirla fue cuando descubrí que no existía una censura por parte del estado, sino que éramos víctimas de una censura económica a través de las salas. Pensé que era muy peligroso y decidí que debía poner las herramientas para impedir que eso siguiera sucediendo. La primera cosa que hicimos es coger un proyector de 16 mms. y poner la película en lugares de trabajo como fábricas o minas, pero no era suficiente. Así que establecimos un lugar fijo, una sala distinta a las demás, que se convirtió en un punto de encuentro para lo que llamábamos entonces contracultura. Allí había coloquios, exposiciones, librería, música… Ese primer cine estaba en el barrio de la Bastilla, entre salas X, y era muy simbólica: la llamamos 14 de julio, como el díay abrimos el 1 de mayo.

En España existe el prejuicio de que la gente del cine, cineastas e intérpretes principalmente, está al servicio de la izquierda. ¿Se puede reflejar la realidad social en una película sin ser etiquetado ideológicamente?
No creo que sea el caso actualmente a no ser que haya personas concretas muy ligadas a una determinada lucha. Si te sitúas del lado del humanismo frente a la barbarie, el fascismo, estás haciendo cine político necesariamente. El humanismo para mí es una ética, una forma de entender la sociedad sustentada en el respeto a las leyes que permiten la convivencia. Todos los grandes directores se inscriben en este camino. Hay cineastas que no me gustan en absoluto y no tienen conciencia de lo que pasa alrededor, de la relevancia de su papel. Me pasa esto con Quentin Tarantino, que pone en primer plano el espectáculo de la violencia. Para mí es muy peligroso. En mi opinión, está en el otro bando, trabaja para el enemigo.

Dando por hecho que su bando es el del “cine humanista”, ¿la guerra sería con el “cine capitalista”?
Uno que, como Tarantino, sigue una escuela de cine norteamericano en el que la violencia es un elemento para el entretenimiento, banaliza el asesinato y no respeta la integridad de los cuerpos. En Pulo Fiction hay una escena en un coche en la que uno de los protagonistas saca una pistola y accidentalmente dispara a uno de los pasajeros, dejándolo todo perdido de sangre y sesos. He visto a gente reírse con eso. Para mí es terrible verlo. Un acto prohibido, un crimen injustificable y gratuito, se naturaliza sólo para divertir. No puedo aceptarlo.

Pone como ejemplo a Tarantino, que es un cineasta que reconoce su deuda con la nouvelle vague; incluso llamó a su productora, A Band Apart, como a la película Banda aparte, de Godard. Usted, que ha trabajado con Godard y muchos de los cineastas de aquella generación, no reconoce esa influencia.
He tenido suerte, porque empecé muy joven, trabajando de asistente de Agnès Varda en Cleo de 5 a 7. Allí conocí a Godard, que interpretaba un pequeño papel, y que quedó muy impresionado con mi forma de trabajar. Poco después me pidió ser su asistente, que era básicamente traerle cafés, pero para mí fue apasionante. Yo había estudiado en la escuela de cine, entendía el cine de una forma academicista, y con él tuve que desaprenderlo todo. Nos hicimos amigos, vivimos juntos el mayo del 68 e incluso contamos en dos películas aquel momento histórico. Yo tuve éxito y él fracasó, aunque siempre le he admirado profundamente. Tuvimos una época en la que nos distanciamos bastante, pero cuando nadie quería producirle yo aposté por él en Salve quien pueda, la vida (1980), que es una de sus mejores películas. Godard está leyendo siempre, es un hombre inteligentísimo y fascinante, uno de los grandes intelectuales de nuestro tiempo. Godard cita a Heidegger o Beckett, pero Tarantino sólo cita mal a Godard.

En Rostros y lugares, la última película de Agnès Varda, hay una escena en la que la directora va a visitar a Godard a su casa. Cuando llega, se encuentra una nota de su amigo diciéndole que se ha marchado y Varda se echa a llorar. Usted que ha sido amigo de los dos, ¿qué sintió al verlo?
[Pausa larga] Cuando uno conoce a Godard no resulta sorprendente. Varda fue a verle para que apareciera en su película. Si hubiera ido sin una cámara de por medio él no habría desaparecido.

Su relación más productiva fue con Claude Chabrol.
Hicimos una docena de películas, todas las que tuvieron éxito de su carrera. Entre medias Chabrol hizo tres por su cuenta que fueron horribles. No hacía falta que se lo dijera yo, porque lo reconocía abiertamente, pero lo achacaba a las deudas. “Necesitaba el dinero, Marin”. Le puse un sueldo, como en los estudios en la edad dorada de Hollywood, para protegerle de sí mismo. “Así podré decir que no en tu lugar a los que te ofrezcan esas películas horribles”, dije para convencerle. Nos conocimos al mismo tiempo que Varda y Godard, pero fue con Claude con quien trabajé más intensamente durante el mayo del 68. Mi novia, él y y yo formamos un taller para inventar un cine diferente, gratuito y de libre acceso. A Claude siempre le acompañaba Momo, un asistente que hacía las veces de chófer, guardaespaldas y secretario. Nos divertimos muchísimo juntos en aquella época, estábamos siempre juntos en manifestaciones, asambleas, fiestas…

Durante años se bromeó con la cantidad de personalidades españolas que aseguraban haber vivido en París el mayo del 68. ¿Coincidió con alguno?
No, yo estaba solo con la gente de mi círculo. A Jorge Semprún le conocí después. Hacia finales de los 80 le encargué que escribiera una miniserie sobre Bertolt Brecht, pero me llamó un domingo por la tarde para decirme que sintiéndolo mucho no iba a poder cumplir el encargo. Le acababan de nombrar ministro de Cultura en España.

Dice que desde hace años no ve películas. ¿Por qué?
He visto demasiadas buenas películas a lo largo de mi vida. Como me deprime descubrir nuevas malas películas, prefiero ver de nuevo aquellas que me gustaron. Sigo viendo las que produce o distribuye nuestra compañía, mk2, pero sólo esas.

¿Para que haya cine de autor tiene que haber salas de autor?
Sí, pero sobre todo tiene que haber público para estas películas. Hay que educar al espectador para que disfrute de otra cosa diferente en lo que ven en la televisión o las grandes producciones que vienen de EE UU. La mirada tiene que educarse. En París hemos conseguido que el cine en versión original sea un éxito. Cuando comenzamos sólo había una sala de este tipo en toda la ciudad, en el barrio latino. Yo me empeñé en estar presentes en los barrios más populares de París y ahora tenemos cien pantallas y 5 millones de espectadores al año. De alguna forma, siento que hemos enseñado a leer a toda esa gente.

El modelo cultural francés protege a las producciones nacionales, manteniendo una cuota mínima de estrenos frente a las películas que llegan de fuera. ¿Esa es la clave para que exista un público?
Odio las políticas proteccionistas, el ámbito cultural tiene que traspasar las fronteras, no puede tener pasaporte. Cuando André Malraux fue ministro de Cultura entre 1959 y 1969 concibió una política para defender el cine francés, que después de la 2ª Guerra Mundial había sido muy atacado por el norteamericano. Ya en los 80, cuando Jack Lang fue ministro de Cultura con Mitterrand, continuó aquel sistema para favorecer a nuestras películas. Me parece admirable que se diera ese acuerdo entre izquierda y derecha en este aspecto.

Hace más de un cuarto de siglo usted produjo Azul, Blanco y Rojo, las películas de Kieslowski, uno de sus mayores éxitos. ¿Hoy sería posible estrenar una trilogía tan ambiciosa?
Creo que no. Es mucho más complicado ahora ser libre. Es probablemente el motivo por el que no produzco un largometraje desde 2012.

¿Cuál cree que es su obra maestra?
No podría elegir, hay tantas y a todas las quiero tanto. Me enorgullezco de haber trabajado con Resnais, Chabrol, Kiarostami, Haneke, Kieslowski… Es imposible quedarme con una.

¿Y hay alguna película que pueda alegrarle un mal día?
Hace poco llegué a casa y estaban echando en la tele Rojo y me trajo muy buenos recuerdos. También diría que Ten on Ten, el documental de Kiarostami. Y por último, siento algo especial por Balanta (El roble) una película de mi país de origen, Rumanía.

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