Recorrí aquel paisaje de otra época con el capazo de esparto al hombro en el que llevaba, junto a la toalla, los demás objetos que resumen el verano. El camino entre las adelfas terminaba en la playa de dunas salvajes frente a la urbanización antigua. En ella, el viento, como las palas de unas hélices que quisieran impedir su naufragio, batía las ventanas de algunos edificios deshabitados.
Esa mañana me sumergí enseguida, nada más llegar, sin antesala de sol. Mientras me dejaba mecer por el agua, escuché, casi treinta y cinco años después, una canción de 1988: Joanna. Me atrapó como el tejido natural y nudoso de unos días radiantes en Ibiza. Entonces yo era bastante más inconsciente que la mujer en la que me había convertido y que en ese momento nadaba en el otro lado de la costa mediterránea. Gracias al poder evocador de aquellas estrofas en inglés, aparecí de nuevo en la discoteca Idea de la isla donde cada mañana era la primera y cada noche, la última. Sabía que demolieron aquel lugar libre, pero aquella melodía obró el prodigio de reconstruirlo a mi alrededor. Volví a tener diecisiete años, a recobrar la alegría propia de la edad en la que todo parece posible. Recordé el primer encuentro contigo junto al rompeolas frente a la avenida Fleming de San Antonio de Portmany y la euforia posterior de nuestras noches inigualables.
Por unos instantes te sentí dentro. El tiempo todavía no se había puesto en marcha, tres décadas y media después, cuando entreabrí los párpados. Sin perder la sonrisa, comencé a bucear para alcanzar la orilla, pero la corriente, como un remedo de tus brazos durante aquellos otros días aislados, me arrastraba hacia el corazón del mar. Nunca he sido capaz de abrir los ojos bajo el agua, por eso me desoriento tanto.
Entonces sucedió algo con lo que había fantaseado muchas noches en esos momentos difusos entre la vigilia y el sueño. Te vi tal como imaginaba que serías ahora. Pensaba en si aquello podía ser cierto mientras rememoraba tu bondad, tu forma atenta de desenvolverte en la vida, tu simpatía, tu capacidad para divertirte… Las aguas rebeldes me impelieron hacia dentro. Comprobé que eras tú cuando casi te rocé con mis piernas y al pedirte disculpas, me sonreíste como en Ibiza tantos años antes. No supe si la voz de Eddy Grant te había traído hasta mi presente o eras tú el que habías llevado aquella música a la playa del final del camino de adelfas para anunciarte. Antes de que pudiera comprobarlo, me deslumbró el sol y me llené de espirales. Mientras caía sobre el lecho de arena solo escuché: «Dame esperanza, Joanna, dame esperanza, give me hope, Joanna, give me hope, Joanna, hope before the morning come. Antes de que llegue la mañana». Cuando te acercaste para izarme, reconocí tu voz.
Los vecinos de la urbanización antigua nos vieron alejarnos tras recoger nuestras cosas. Para mitigar mi mareo, me apoyé en ti hasta que llegamos al hotel abandonado. Allí me sentí mejor. Rebobinamos nuestras vidas. Hablamos del azar, de los simulacros con los que nos emboscan, de las mentiras piadosas y las verdades a medias, de la resignación que apaga el alma, y, el conformismo, esa rendición voluntaria. La esperanza llegó antes que el amanecer como decía la letra de Joanna, la canción que habíamos vuelto reversible.
Al juntar nuestros labios conseguimos suturar la herida del tiempo.
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