Son las once de la noche y desde el enorme ventanal del ferry de Tallink Silja en el que voy a pasar la noche aún se ve el sol fulgente y rojizo, justo en la línea del horizonte. No va a desaparecer dando paso a la noche en ningún momento. Su único trayecto es hacia arriba de nuevo, dentro de unas pocas horas. Al fondo, a la izquierda, tras el puerto de Tallin, veo las puntiagudas torres que se han convertido en símbolo de la ciudad. Mañana las veré de cerca.
Llegar a Tallin, la capital de Estonia, en un día soleado es una verdadera suerte. Más aún si coincide con esos días en los que el sol, en realidad, no se ha llegado a ocultar del todo en ningún momento del día. Con la llegada del verano, las temperaturas se suavizan en el norte de Europa, el Báltico se descongela y aparece uno de los fenómenos atmosféricos más sorprendentes para los que procedemos de mucho más al sur: las noches blancas. Alrededor del solsticio de verano, el crepúsculo dura casi toda la noche, ya que el astro rey nunca llega a ocultarse del todo.
Tallin es una maravilla a orillas del Mar Báltico, pero no hay vuelo directo desde Madrid, por eso, una buena opción es viajar hasta Helsinki con Finnair, una de las compañías más punteras a nivel de diseño y que este verano opera dos vuelos diarios desde Barcelona, un vuelo diario desde Madrid, nueve por semana desde Málaga, cuatro vuelos semanales desde Alicante y uno por semana desde Menorca e Ibiza. Y, desde Helsinki, pasar de una ciudad a otra en un corto y agradable paseo en ferry.
No sé si afirmar que amanece en Tallin es decir una verdad a medias, pero, al llegar las horas de la mañana, comienza nuestra visita por la ciudad vieja –Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO–. La capital estonia se ha convertido en un destino viajero que se ha puesto de moda en los últimos años, a pesar de que sabemos muy poco sobre ella. Porque, piensa, lector, ¿qué sabes sobre Tallin? Una amiga me dijo: “Tallin, la ciudad que España supo que existía cuando Rosa fue a participar en Eurovisión”.
Es cierto que está a medio camino entre la elegancia de los países nórdicos, la sobriedad de haber sido una república soviética y la evocación de épocas medievales. Tallin es una ciudad amurallada, el muro defensivo es de los mejores conservados del mundo. La torre más famosa de la ciudad, la Kiek in de Kök, da fe de ello. Y su ciudad medieval, testigo de su convulsa historia política y muestra de la importancia estratégica y comercial que ha tenido Tallin desde épocas pretéritas.
Fundada en el siglo X por unos comerciantes, se la llamó por aquellos entonces Lindanisse. Fue mencionada por primera vez en el siglo XII por un geógrafo árabe que pasó por el lugar y lo anotó en su mapa. Algo que dio a los daneses, cien años después, en el siglo XIII, la idea de conquistar esas tierras y cristianizar el lugar. Fue entonces cuando estos construyeron una fortaleza en la colina de Toompea, donde está asentada la actual Tallin. Aunque aún no se llamaba así, sino que adoptó el nombre de Reval, que mantuvo hasta 1918. La ciudad fue, históricamente, pasando de manos de unos a otros. Primero, fue vendida por los daneses a la Orden Teutónica y, en 1561, como consecuencia del desmoronamiento de esta, cayó bajo dominio sueco. En 1710, las tropas rusas del zar Pedro el Grande invadieron la ciudad y, con la llegada de la URSS, esta se mantuvo bajo mando soviético hasta el 24 de febrero de 1918, cuando la ciudad consiguió su independencia y comenzó a llamarse Tallin.
Sorprendentemente, un día después de lograr la ansiada independencia, el Ejército Imperial Alemán ocupó la ciudad y la mantuvo bajo su yugo hasta la finalización de la Primera Guerra Mundial. Y, en 1940, los soviéticos volvieron a entrar en Estonia.
A finales de 1980, un sentimiento de independencia estonio comenzó a surgir a través de un festival de la canción estonia, que se celebraba como símbolo de identidad nacional. Estos festivales adquirieron importancia durante el periodo soviético, las reuniones de más de cinco personas estaban prohibidas, pero el canto coral sí que estaba permitido, ya que estaba considerado arte. Por lo que eran muchos los que se juntaban para cantar y fue así como se dieron cuenta de que aquellos ensayos podían ser sediciosos. Así fue como se comenzó a forjar el movimiento de independencia. Con la restauración de la independencia de las repúblicas bálticas, Estonia, Letonia y Lituania, en la década de los noventa del siglo pasado, a estos sucesos se les empezó a conocer como la Revolución Cantada.
Tras todos estos siglos bajo el dominio de grandes y diferentes potencias europeas, Tallin es un perfecto resumen todo lo que ha vivido esta pequeña y encantadora ciudad de casi 450.000 habitantes.
La Puerta Viru sirve de entrada a la ciudad antigua y es, por tanto, la mejor manera de conectar con la Tallin vieja. Formada por dos de los torreones más emblemáticos de todo el complejo amurallado, esta puerta ofrecía paso y salida a los viajeros por el flanco más oriental de la ciudad medieval. Paseando por allí, trato de no pensar en el desgastado concepto de ‘escenario de cuento de hadas‘, pero me resulta complicado. Desisto y me dejo llevar por la evocación: el abanico de colores de sus casas encumbradas por rojizos tejados.
De la época en la que Estonia formaba parte del Imperio Ruso, en la zona más alta de la colina Toompea, se levanta la catedral de Alexander Nevsky, un opulento templo ortodoxo ruso que nos recuerda a construcciones de ciudades como San Petersburgo o Moscú y que no termina de agradar demasiado a los estonios, ya que les recuerda el poder de los zares sobre su territorio, allá por 1900.
También en Toompea se encuentran, gracias a su altura, los mejores miradores para observar los tejados que tanto nos atraen y queremos fotografiar. Porque Tallin se aprecia mejor desde arriba. El Mirador de Kohtuotsa nos permite –si los turistas nos dejan espacio y tiempo– ver toda la ciudad baja. Muy cerca de allí, justo en la cima de la colina, se puede ver el Jardín del Rey de Dinamarca, donde dicen que tuvo lugar el legendario nacimiento de la bandera danesa. Se trata de un buen punto para observar la urbe intramuros. Al llegar al recinto, todas las miradas se concentran en las estatuas de monjes encapuchados repartidos por el lugar, pues, junto a la oscuridad de la piedra de las paredes, le da un aire misterioso y tétrico. “Breathe baby”, puedo leer en una pared justo detrás de una de las estatuas. No sé si me interpela a mí, al monje estatua o a la ciudad, pero me quedo con la frase rondando la cabeza durante un buen rato.
Como en casi toda ciudad que se precie, la plaza del Ayuntamiento es lugar de reunión y belleza asegurada, en el caso de Tallin no podía ser menos. En ella confluyen numerosas calles y su singular torre del Ayuntamiento gótico sobresale esbelta y puntiaguda sobre el resto de tejados de la pequeña ciudad. Actualmente, la plaza acoge conciertos al aire libre, somos testigos de la prueba de sonido de alguno que tendrá lugar a lo largo del día. Y si hay un evento a destacar es el tradicional mercadillo de Navidad, considerado por European Best Destinations el más bonito de Europa. Pero si hay un lugar que se lleva un reconocimiento histórico en esa plaza ese es Ratsapotheke, la farmacia más antigua de Europa, pues data del año 1422 y aún sigue en funcionamiento.
La inmersión visual es más que suficiente para conectar con la Tallin feudal, pero ya hay hambre, hay sed y curiosidad por conocer Maikrahv, ese restaurante de ambiente medieval que nos servirá para recobrar energía y para probar la cocina local, justo en la misma plaza del Ayuntamiento. Conectar con otro lugar y otro tiempo siempre es más sencillo si, también, se hace a través del estómago y la garganta, por eso, y como el ferry de regreso a tierras finlandesas está a punto de salir, nos despedimos de esta andadura por Tallin descubriendo las cervezas y sidras artesanas que nos ofrecen en Olde Hansa, un llamativo restaurante inspirado en los mercaderes que fundaron la ciudad y que, sin duda, nos acerca a través de todos los sentidos a otro tiempo.
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