El verano llega como si nada. Cuando me levanto, está aquí, tarareando su estribillo dorado. Su voz de jazmines ondea en el jardín cuando abro la ventana. Me grita con el frescor de la hierba, por si no me he enterado de que ha vuelto. Dejo abiertas las ventanas, para que los cortinajes vaporosos esparzan también su alegría. Sin perder un instante, subo a la buhardilla y busco las dos cajas; una es de cartón duro, forrado con un papel de flores blancas y amarillas; otra, de plástico. Ambas contienen mi viejo paraíso. Tengo que levantar mucho el mentón para poder bajarlas en el mismo viaje. Estoy nerviosa. Como cada verano.
Abro de par en par la caja de más tamaño. En ella se amontonan bañadores, pareos, bermudas y camisetas; cintas de colores y bolsas de playa. Sobre ellas, envueltas en papel fino, descansan mis pamelas. Me coloco de cuclillas, saco las prendas y las distribuyo sobre el suelo de madera clara de mi cuarto, formando un mosaico de colores. La habitación se preña de olor a sal. Sonrío. Había olvidado el tacto del basto y dulcísimo chal de lino y la caricia del jersey azul de listas amarillas, el más grueso, el que me anudo a la cintura cuando el mar se pica. Y en Galicia, se pica. Algunas de esas camisetas llevan conmigo toda la vida. Tienen manchas de óxido, del óxido de los anzuelos, están viejas o no me caben, pero me resisto a desprenderme de ellas. Evocan horizontes alegres, rasguños en las rodillas, grasa de cadena de bicicleta, labios azules, tinta de calamar. Otras prendas son nuevas, páginas en blanco a la espera de ser escritas con sal marina.
Me pruebo la pamela grande. Es, a todas luces, excesiva, pero me encanta. En cuanto toca mi frente, el sabor de aquel beso vuelve a mis labios. Lo recuerdo con la misma nitidez del verano. Y él también. Me lo dice cada año, y van para treinta, cuando me pongo la pamela. Fue carísima. Gran compra: está como el primer día. No hay como salirse del estribillo para tentar el paraíso. Me toco con la pamela pequeña. Definitivamente, demasiado chica. Pero mi cabeza es mía y a mí me embruja: la estrené en aquella ocasión especial, que sigue siendo especial. Doblo las prendas y las sitúo en el armario, ensartadas con flores de lavanda que he recogido en el jardín.
Tomo la segunda caja. Es más pequeña, pero pesa mucho. Contiene sedales, cucharillas, dos cajas de plomos perforados, poteras, una tenazas y anzuelos de todo tipo… Huele a pescado, incluso antes de abrirla. Quiero disfrutar del momento, como cada año. Por eso, me lo tomo con calma. Me acerco a la cocina y me preparo una clara con mucho limón. La disfruto mientras saco la última incorporación: un señuelo precioso, y la primera, una navaja pequeña, la que me acompaña en todas las jornadas de pesca. Nunca salgo sin ella. Se me antoja tan fresca que parece de estreno, como el mar, como las olas, como los peces.
Me deshago del reloj. En el mar, no tiene mando en plaza. En verano, tampoco. Estoy tan ensimismada, que no escucho acercarse a mi nieta más pequeña. “¿Tú pescas como los hombres, abu Reyes?”, me pregunta. Me zambullo con cariño en sus enormes ojos negros. De niña me llamaban chicazo porque iba a todas partes con mi caña en la mano, y una navaja en la cintura. El curricán fue antes de mis pamelas, excesivas o minúsculas; pero me gusta como ellas, y no pienso cambiar a estas alturas de la historia. “Pues no sé cómo pescan los hombres, Leonore, pero, si se esfuerzan, quizás puedan alcanzarnos. ¿Quieres que te enseñe mi medalla de oro? La gané un verano hace algún tiempo”. “¿Me llevarás a pescar este verano?”. “Solo si me das un beso y prometes pescar como una mujer”.
Reyes Calderón (Valladolid, 1961), doctora en Economía y Filosofía, compagina su carrera con la escritura y la radio. Ha publicado 12 novelas y ha ganado el Premio Azorín de Novela 2016 con Dispara a la luna. Acaba de publicar con Planeta El juego de los crímenes perfectos.
Fuente: Leer Artículo Completo